LA VIDA ES UN PERENNE COMBATE
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En tiempos difíciles
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quién puede precipitarse sin hacer ruido.



Víctor Valera Mora
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EL APÉNDICE DE PABLO N° 6

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UN MAESTRO QUE INSPIRA
Manuel Ferreira
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TRES POEMAS / BUKOWSKI
Miguel Hidalgo Prince
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LA NOCHE DE LOS CALVOS
Salvador Fleján
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EUGENIO MONTEJO
Mónica Mestre García
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POEMA ERÓTICO
Maribel Anaya
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DE LA LITERATURA Y LAS CARRETERAS / CARLOS ÁVILA
Mario Morenza
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EL VERDADERO
Ana Lucía de Bastos
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ESTOY AQUÍ ABAJO
Mario Morenza
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TÍO FEDE
Alberto Bueno Rangel
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LOS AMOS DEL REBOTE
Ana García Julio
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CANCIÓN DE AMOR
Yoel Villa
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POSTAL
María Dayana Fraile
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Mario Morenza














ESTOY AQUÍ ABAJO

Luego de mi despido me dediqué a no dormir. Luego que me separaré de mi mujer, aproveché el insomnio y la soledad, para trabajar de noche. Unas diez carreras al día me sustentaban y superaban con creces mis quince y último de mis tiempos de oficinista. Con eso me sobraba para vivir solo.

Cuando a uno lo mandan para la mierda, con esas palabras viene incorporado un boleto hacia la madurez. ¿Quién dijo que uno sólo madura en la adolescencia? La vida es una constante maduración. No todo es tan malo. Nunca nada es tan malo. La gente siempre se recupera y sigue su vida. Hasta ríe en el peor de los momentos. Y se aprende más de noche. Es como un curso intensivo. O quizá se deba a que las neuronas se contraen con el frío y la información aprendida pasa de una a otra con mayor facilidad. No lo sé. Aprendí muy poco de física cuando debí aprender. Mi fidelidad, la fidelidad que nunca traicioné, fue traicionada por la mujer a quien se la debía. La inmolación fue brutal que preferí quemaduras y llagas y desollamientos a tener que haber pasado por una guerra mundial de vilipendios familiares. El momento clave era exponerme, dejar que Delia terminara de empuñar el sartén y lanzarme el aceite hirviente y chispeante sobre el rostro. Lo de ella eran los amagues. Las amenazas. Era una bomba nuclear que acabaría con todo de una vez. Perdí la oportunidad. De la fidelidad, de esa ciencia de simetrías y equilibrios yuxtapuestos, sólo aprendí las leyes, como si, en realidad, quisiera ser un abogado de la naturaleza. O, peor aún, un Juez, con mayúscula. “Hay una Ley en el universo que nunca cambia. Es precisamente la que dice que todo cambia”, le dije a una pareja de universitarios que me pidieron una carrera desde El Tropezón, un local de comida criolla al que solía invitar a Delia cuando éramos novios o a punto de serlo. Estuvimos a punto de ser novios dos años consecutivos. Siempre Dalia estuvo renuente. Y yo siempre me mantuve en pie, en la orilla de sus dilemas hasta que el vino, por fin, en una noche de jueves, fraguó el milagro que hoy es arrepentimiento.

Ellos me dijeron que estudiaban ingeniería y que la frase les sonaba familiar. Ellos me replicaron con otra que aireó el interior de mi Chevette con un aliento a cerveza, pollo frito y yuca con guasacaca. Pensé que la física estaba muy ligada a la post degustación gastronómico-criolla.

A toda acción se opone una reacción igual y de sentido opuesto, dijo al mismo tiempo la pareja. Luego se rieron entre ellos de la forma en que se comparte un secreto pícaro, una travesura perpetrada o futura. Yo giré el volante hacia la derecha, rumbo a Las Acacias, a dejar a la joven. Y también giré hacia el pasado. Cuando uno decide cambiar el rumbo de sus pensamientos de esa manera, cruza una compuerta que provoca vómitos, no por el vértigo de la velocidad con que ocurren a veces las desgracias, sino por asco a recordar con nostalgia hechos que debieron irse a la mierda como fui yo echado. Dejé a la chica en una de esas calles de Las Acacias con nombre de países centroamericanos.

La despedida fue larga. Al menos para mí, que seguía en una estación, inmóvil e involuntaria, de mi pasado. Vi como el joven le agarraba fuerte el vestido, luego sus manos se abrieron suaves y se posaron con ternura salvaje en las caderas de su chica, ésta se contorneó y se arrimó más a él, balanceándose. Traté de mirar a otro lado pero seguí viéndolos con el rabillo del ojo. Ellos se exhibían, a menudo, pensé, ante los taxistas, así que volví a mirar y él le metía una mano por debajo del vestido, como una protuberancia movible tras la tela, por el territorio de sus nalgas, ya de por sí, protuberantes. Ella se echó a un lado, le dio una suave cachetada, riéndose, un ¡ya!, deja, hoy no te toca! y se perdió en el vestíbulo del edificio. Siempre las despedidas de las que uno es testigo son inexplicablemente largas. Le dije al muchacho que se pasara al puesto de copiloto. El joven vive en la Av. Fuerzas Armadas, muy cerca de los bomberos metropolitanos.














El joven me confesó que desde los diez años, nunca ha podido dormir seguido y que intercambiaba barajitas de peloteros con su amigo, el comandante Delio Martínez. Cruzaba la calle y ahí estaba él, Delio Martínez, coleccionando barajitas y vidas rescatadas. Las sirenas de los artefactos bomberiles lo despiertan constantemente. Está reuniendo para mudarse a una habitación por Bello Monte. Muy cerca de la universidad y lejos de las sirenas. Muy cerca de Loren, su novia. Le pregunté que si pensaba casarse con ella. Él me respondió con algo que de seguro había sacado de un decálogo hippie: A nosotros no nos hace falta firmar un documento para validar nuestro amor.

Si minutos antes habían, entre los dos, empañado los vidrios con su duplicado aliento a menú de El Tropezón, ahora el joven empalagaba de cursilería los asientos de cuero, el techo que apenas sostengo con chinches, el alfombrado de mi Chevette. Preferí tocar otro tema o no tocar ninguno. Giré el volante y el rumbo de la conversación. Contesté: Me parece bien. Sin firmar nada. Así no te joden cuando te divorcies.

Creo que no le gustó esto último que dije. El joven ni siquiera volvió el rostro para verme de perfil, conduciendo, cuando quería decir algo, verme con el rabillo de su ojo izquierdo, el que más cerca recibió la inofensiva cachetada de Loren. Yo sabía dónde él vivía exactamente, así que se podía ahorrar otro dictamen hippie sobre el tiempo y el espacio y de Hawkins y otros locos afirmando con ecuaciones llenas de absoluto sadismo que estos fenómenos no existen. Cuando se bajó, vi con total sarcasmo, la portada del disco Dark side of the moon estampada en el revés de su franela. Es que también escuchan lo que escuchábamos Delia y yo, sólo que el recuerdo de esas sonatas de rock sinfónico estaban tan desteñidas como el estampado.

Por otro momento de ataque nostálgico, me hice de la idea que yo mismo me había dado una carrera en mi pasado. Que había viajado a él para verme, desde la perspectiva más objetiva que puede existir: la de un taxista en plena noche. Pude verme cómo actuaba y me dejaba enredar. Colocaba un espejo retrovisor que me dejaba ver la senda de mis diálogos perdidos. En aquel tiempo, recuerdo, cuando tenía la edad del muchacho, despreciaba a los taxistas con un ahínco inenarrable. Llegué, incluso, a insultar a unos cuantos. Siempre les regateaba. Este chico, por ejemplo, estaba tan ebrio que se le olvidó pagar. Y yo, tan obnubilado, que olvidé recordárselo. De todas maneras, ya me lo encontraré de nuevo en mi espejo retrovisor relamiéndole el cabello y la nuca a su Delia. Encendí la radio. Y estalló en el ambiente la pálida voz de Ricardo Arjona, con su cancioncita sobre el taxista que le granjeó muchas ventas y ser persona no grata en los taxis de Latinoamérica. Cambié de emisora. Como manejaba no acerté a dejar el dial en una frecuencia decente y lo que hice fue sintonizar la reverberación, la estática, el vacío, ese sonido agrietado que divide una emisora de otra.

Giré. Di una vuelta en U inconcebible de día en esa arteria vial. Regresé a El Tropezón a buscar más jóvenes ingenuos e incapaces de saber hacia el infierno que se dirigen. Yo no puedo hacer nada. Cada acción tiene su reacción. Aceleré. Me comí dos semáforos en rojo. Tenía la certeza que mis próximos clientes se devoraban sus cenas a deshoras que más bien eran desayunos. En menos de tres minutos estaba en el lugar que inicié mi última carrera. Vi las luces de neón encendidas. Una pequeña Andrómeda que en su interior se llevaban a cabo miles de tropezones anuales. Una madriguera de futuros desaciertos. Me provocó incendiar el local. Como hizo la esposa del hermano del B-4, el fuego ardería en esa industria de relaciones destinadas al fracaso, y se purificaría el karma impagable que tienen esas mesas.

Vi la caja de luz de El Tropezón ornamentado con Reinas Pepeadas, Pelúas, Catiras que parecían ovnis orgánicos. También detuve mi mirada –y mi aliento– en una puertecita que está ubicada a la izquierda del local y es el vestíbulo del edificio de cuatro pisos que se levanta en El Tropezón. De la puertecita, en los últimos tiempos, he visto salir y entrar a muchachitas. El decorado del edificio es minimalista. Sus ventanas, y lo que se puede ver dentro de ellas, recuerdan a dormitorios apenas habitados. Pensé que se trataba de una casa de citas bien disimulada. Las niñas entraban y salían como si dentro se estuviera gestando un casting para alguna serie insustancialmente juvenil de Venevisión. Obvio que es una residencia estudiantil. Pero en esta ciudad, hablar y pensar mal es un deporte olímpico. Además de las arepas que parecían monstruos subacuáticos, en la caja de luz había una serie de palabras que rellenaron mis sospechas acerca del centro de prostitución: Mondongo, Cachapas, Sándwich, Batidos, El Tropezón. Lo subliminal.

Allí venían dos parejitas.

Cuarenta mil bolívares. Diez mil por cabeza. Uno de ellos resultó ser de Coche. Lo llevaría de último. Yo le dije que vivía en Bloque 4, frente al módulo. Él me dijo que lo dejara en Las Residencias Venezuela. Cuando estaba a punto de bajarse y decir el implacable “aquí”, me preguntó: Oiga, ¿usted conoce por casualidad a Toñito? Sí, le contesté. Claro que le conozco.

Toñito es la persona que más odio de Bloque 4. Toñito es un imbécil. Toñito posiblemente es homosexual: si habla raro, camina raro y mira raro, pues, sin duda alguna, es raro. Toñito es drogadicto. Toñito contamina el vecindario con su monstruosa música Heavy Metal. Toñito, qué nombre tan ridículo para alguien que debería si no estar preso, aislado de la sociedad decente.

Claro que le conozco, Toñito vive en mi misma entrada, le dije. ¿En la D?, dijo el muchacho. No, en la C, le dije yo. En la C de casa, dijo el joven. En la C de carencias, concluí.

Entonces, lléveme para allá, si no es molestia, dijo el joven. Está bien, le dije. No problema.

Estacioné el carro. Ambos bajamos y fuimos directo a la Letra C. El joven llamó desde su celular al afamado Toñito, y éste, casi simultáneamente contestó. Mira, sucio, estoy aquí abajo, subo con un vecino tuyo. Ábreme.

A pesar de mi odio a Toñito, entre él y yo hay muchas cosas en común. Ambos trabajamos de noche, por nombrar una. El joven y yo subimos hasta el primer piso juntos. Me pagó el total de las carreras y siguió hacia el piso de arriba, donde Toñito lo esperaba con los brazos abiertos.

– Buenas noches –dije.
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