LA VIDA ES UN PERENNE COMBATE
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En tiempos difíciles
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quién puede precipitarse sin hacer ruido.



Víctor Valera Mora
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EL APÉNDICE DE PABLO N° 6

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UN MAESTRO QUE INSPIRA
Manuel Ferreira
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TRES POEMAS / BUKOWSKI
Miguel Hidalgo Prince
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LA NOCHE DE LOS CALVOS
Salvador Fleján
JSDFKASDFSDAMFDSD
EUGENIO MONTEJO
Mónica Mestre García
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POEMA ERÓTICO
Maribel Anaya
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DE LA LITERATURA Y LAS CARRETERAS / CARLOS ÁVILA
Mario Morenza
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EL VERDADERO
Ana Lucía de Bastos
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ESTOY AQUÍ ABAJO
Mario Morenza
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TÍO FEDE
Alberto Bueno Rangel
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LOS AMOS DEL REBOTE
Ana García Julio
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CANCIÓN DE AMOR
Yoel Villa
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POSTAL
María Dayana Fraile
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Manuel Ferreira*

UN MAESTRO QUE INSPIRA
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Edgar Allan Poe fue un escritor, como muchos sabrán, estadounidense, que se convirtió en una de las figuras más influyentes de su país y de todo el mundo. Muchos de los amantes de la literatura se vieron embriagados, desde jóvenes, por la pluma del norteamericano y es fácil escuchar que en Poe muchos descubrieron su amor por la ficción. Es que el polifacético escritor que producía poesía, cuentos, críticas; además se convirtió en precursor del terror psicológico en la literatura, del relato detectivesco, embelesando a los lectores. Así, grandes escritores posteriores señalaban que Poe fue una de sus influencias; entre ellos Kafka, Borges, Cortázar y hasta el mismo Baudelaire (dejando por fuera a un sinnúmero de escritores más).

El misterio, el terror, la aproximación a la ciencia ficción, convierten a Poe en un escritor de culto. Quizá la obra más famosa de él es “El cuervo”, obra poética que ha cautivado al mundo. Pero sus relatos breves son sin duda una de las marcas distintivas en este notable artista. En narrativa podemos mencionar otras obras que resaltan: “La esfinge”, “Un descenso al Maelström”, “Los crímenes de la calle morgue”, entre otros.

A parte de sus influencias en la literatura universal, Poe también se ha caracterizado por inspirar a artistas de diversos géneros. Formas de arte de diversas naturaleza como la pintura, la música y el cine han reflejado también ese efecto cautivador de la obra, o de parte de la obra de Poe. El metal no se ha quedado atrás: bandas como Iron Maiden, con la canción “Murders in the rue Morgue” del álbum Killers, reflejan parte de la obra de Poe. En este ejemplo de Iron Maiden, inspirados por el relato que se titula igual al nombre de la canción (“Los crímenes de la calle Morgue”). Otras bandas metaleras que podemos nombrar, entre las que muestran la influencia de Poe en su obra musical, están Nevermore, Symphony X y hasta Michael Romeo en su álbum solista The dark chapter.

La devoción por Poe es notoria, él es sin duda uno de los grandes escritores de todos los tiempos. Sigue con vigencia más que nunca, cautivando nuevas personas y, en muchos casos, iniciándolas en el mundo de la literatura, produciendo generalmente un fanatismo por el género. El misterio, el acercamiento al terror, quizá son sus claves. Quizá es toda su forma de escribir y esa vida compleja, difícil, cargada de sufrimiento que matizó toda su producción artística. Sea como sea, el nombre de Poe hoy sigue siendo elevado al olimpo de los escritores literarios y su escritura sigue vagando por el mundo ganando adeptos para una causa inmersa en lo ficcional.














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*Colaborador. Publicado originalmente en Metal Literal http://metal-literal.blogspot.com

Tres Poemas / Bukowski

traducción Miguel Hidalgo Prince
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PARÍS

nunca
ni en mis mejores días
he soñado
jamás
con pasear en bicicleta
por esa
ciudad
llevando una
boina.

además
Camus
siempre
me
en
ca
bro
nó.
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CUENTA HASTA 8














desde mi cama
miro
3 pájaros
sobre un cable
telefónico.
uno se
va.
luego
otro.
uno se queda,
pero al rato
también
se ha ido.
mi máquina de escribir
es una lápida
todavía.
y yo estoy
reducido a observar
pájaros.
sólo pensé
en dejarte saber eso,
maldito.

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AZULEJO















hay un azulejo en mi corazón que
quiere salir
pero soy muy fuerte para él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un azulejo en mi corazón que
quiere salir
pero le vierto whiskey encima e inhalo
humo de cigarrillos
y las putas y los bartenders
y los que atienden las licorerías
nunca se enteran de que
está
ahí dentro.

hay un azulejo en mi corazón que
quiere salir
pero soy muy fuerte para él,
le digo
quédate abajo, ¿Quieres meterte
conmigo?
¿Quieres arruinar todo
el trabajo?
¿Quieres joder la venta de mis libros
en Europa?

hay un azulejo en mi corazón que
quiere salir
pero soy muy listo, sólo lo dejo salir
algunas veces, de noche
cuando todos duermen.
le digo sé que estás allí
así que no te pongas
triste.
luego lo devuelvo a su sitio,
pero sigue cantando bajito
ahí dentro. no lo he dejado morir
del todo.
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y se siente lo suficientemente bien
como para hacer que un hombre
llore, pero yo no lloro
¿tú sí?

Salvador Fléjan*

LA NOCHE DE LOS CALVOS
DEEP PURPLE EN CARACAS







El rock, a diferencia de la enología, es un arte enemigo del envejecimiento. Hay ciertos elementos de la estética del rock que no siempre calzan bien con la tercera edad: aretes, tatuajes o la obligada chaqueta de cuero nunca serán lo mismo en manos de nuestros abuelos. También está el delicado asunto del cabello, pero de eso hablaré más tarde.


La reciente visita de Deep Purple a Caracas me hizo caer en cuenta de varias cosas que yo ya había intuido en la vida, pero que exigían de una puesta en escena para darlas por ciertas. Una de ellas (y tal vez la principal) es que siempre nos sentiremos distintos a como nos vemos en el espejo. Esa primera epifanía la tuve en la cola para entrar al concierto del grupo británico: una pareja, espléndida para un spot de Securezza, canturreaba “Smoke on the water” como si estuviera arrullando a un nieto muy querido.

La otra revelación fue más estética que metafísica, más cercana a Helena Rubinstein que a Inmanuel Kant. Una buena melena es al rock lo que un tupido afro es al funk: algo tan consustancial al rockero de raza como la muñequera de clavos o la sortija de calavera.

Tal vez por ello es que la noche del concierto resultó un tanto equívoca para mis expectativas. En las simplificaciones que suelo hacer, imaginé el espectáculo como un océano de anémonas batientes al compás de los riffs de Steve Morse. La realidad me entregó anémonas, eso es cierto, pero éstas sufrían de la próstata y exhibían una alarmante alopecia.

Otro detalle sospechoso fue la falta de sufrimiento para acceder al show. Acá puede que peque de anacrónico, sobre todo si tomamos en cuenta que mi último concierto visto fue el de Guns N´ Roses, en el ya lejano y revolucionario año 92. Con todo y ello, no pude evitar echar de menos la peinilla policíaca, la lluvia inoportuna o al vendedor de Doritos.

El anfiteatro del Sambil, lugar del concierto, se encuentra demasiado cerca del Hard Rock Café como para no sentir la tentación de quedarse en él y evitar una aventura a la intemperie llena de sudor, pisotones y mal aliento. Allí de seguro me hubiese ahorrado el tercio de quincena que gasté en el boleto y la decepción de escuchar a un Ian Gillan a un tercio de su registro vocal. Pero estas son cosas de las que uno se entera demasiado tarde. De ese falso templo del rock a las turbulencias del concierto en vivo sólo mediaba una frágil frontera que vi vulnerar con excesiva frecuencia. Los clientes del Hard Rock parecían gozar de un ventajoso 2 x 1 sin mayores contratiempos.

Ya dentro del anfiteatro el ambiente era de verbena, de reencuentro de alumnos sanignacianos. Dos cervezas que pagué a precio de Madison Square Garden me urgieron a visitar el baño. Observé, con desencanto, que la caseta que me tocó utilizar era un paradigma de asepsia y parecía haber llegado allí cinco minutos antes de que yo lo hiciera. Algo en mi particular mitología del rock estaba comenzando a desmoronarse.

Estando aún en la caseta escuché los primeros acordes de Picture of home. Eran las nueve y media de la noche y esto me hizo pensar en la puntualidad inglesa y en la ausencia de teloneros. El escritor Juan Villoro dice que los conciertos masivos de rock son ciudades con un barrio de lujo y demasiados arrabales. Esto sólo lo comprendí a cabalidad cuando un acomodador me señaló con el dedo la onerosa marginalidad que me había tocado.

Cuando al fin llegué a la Siberia que indicaba mi ticket, pude tener una perspectiva más global y cierta del lugar que me corresponde en el mundo. Desde mi lejana atalaya, las seis toneladas de equipo que supuestamente trajo el grupo, se veían y sonaban como las cornetas de cualquier miniteca de los años ochenta. Aquel impreciso rumor me llegaba aún más distorsionado por el precario coro en inglés de la asistencia entusiasta y por el sonido ambiente del Hard Rock Café a mis espaldas.


En las notas de prensa promocionales del concierto se prometía, además de las seis toneladas de equipo, una potente puesta en escena que incluiría “efectos especiales”. La potente puesta en escena consistió en cuatro largos pendones colgados al fondo del escenario y el único efecto especial que alcancé a ver se limitaba a un persistente y enervante humo, cortesía de los cigarrillos de cannabis del público de la olla.

Del Ian Gillan que una vez caracterizara a Jesús de Nazaret en la ópera rock Jesucristo Superstar, sólo quedaba un detalle de vestuario: el vocalista permaneció descalzo durante todo el concierto. De la bíblica y negra cabellera, apenas atisbé un promontorio gris y mustio que la brisa nocturna caraqueña no lograba conmover. Gillan tocó la pandereta, sopló dos armónicas rítmicas y bailó. Su danza me recordó a un turista alemán en Choroní al borde de un coma etílico.

El resto del grupo sonó igual que en un añejo video de YouTube. Un verdadero milagro si tomamos en cuenta que el único miembro original de la banda era Ian Paice, el baterista, hoy gordo y fotofóbico. Don Airey, en Perfect Strangers, intentó con más voluntad que éxito evitar que nos sintiéramos extraños en nuestro país: “improvisó” el Alma Llanera seguido del intro de la Guerra de las Galaxias, como si ambas melodías fueran complementarias. Steve Morse fue un virtuoso a la manera del organista de tasca: se paseó por la historia del heavy metal en diez minutos y sus errores perfectamente podían achacarse a la bebida del local. Roger Glover, que parece sacado de un capítulo de American Chopper, fue uno de los mejores de la noche. Con su brillante ejecución en el bajo y su pinta de pandillero a la vieja escuela, logró darle la tonicidad necesaria a cada una de las piezas y devolvernos parte de la épica rocanrolera tan escasa en estos días.

El concierto terminó con un bis que trajo dos temas que no fueron solicitados: Hush y Black Night sustituyeron a una anhelada Woman from Tokio que valía por ambas.

A la salida del anfiteatro tuve la desgracia de encontrarme con un antiguo compañero de colegio. Cuando me hallo en este tipo de situaciones suelo meter la barriga y procuro que el encuentro sea lo más breve posible. Pero mi condiscípulo se puso nostálgico y quería que le resumiera los últimos veinte años de mi vida mientras subíamos por unas escaleras mecánicas. Cuando estaba a punto de relatarle lo de mi divorcio y otras menudencias biográficas, mi ex compañero de clase de pronto me interrumpió con una brutal obviedad: “¡Pana, estás calvo!”.

Entonces vi mi reflejo en una de las vidrieras y sólo logré ver a un asistente más del concierto.
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* Colaborador. Escritor venezolano (Caracas, 1966). Ha publicado sus trabajos literarios en las antologías: “Las voces secretas. El nuevo relato venezolano”, Alfaguara (2006); "Premio SACVEN", Memorias de Altagracia (2004) e “Intriga en el Car Wash” con la editorial Random House Mondadori.

Mónica Mestre García *

EUGENIO MONTEJO

SIEMPRE ESCRIBIÓ PARA DESPEDIRSE

Réquiem de pájaros es el libro inédito que culminó poco antes de morir
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Luis Alberto Crespo y Gustavo Pereira hablan sobre su obra y experiencias junto a este gran poeta venezolano.
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Apenas Luis Alberto Crespo se bajó del avión al llegar a Lisboa vio a su amigo Eugenio Montejo, quien lo esperaba pacientemente al pie de la aeronave. Era la época en que Montejo ejercía funciones como Agregado Cultural en la embajada de Venezuela en Portugal. Ese día ambos recorrieron la capital europea hasta bien entrada la noche, guiados por la bitácora del famoso bardo Fernando Pessoa.


“A través de Eugenio conocí la Lisboa de Pessoa, fuimos a los lugares que él solía visitar, caminamos junto al río Tajo en una atmósfera de quietud que bañaba a la ciudad de un aspecto provinciano”, recordó con nitidez el actual presidente de la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, al poeta y ensayista Eugenio Montejo (1938 - 2008).

No sabemos si influido por este autor portugués, a quien por supuesto admiró mucho y leyó con fervor, Montejo también adoptó la escritura a través de los heterónimos. Lo cierto fue que los desarrolló y su voz que era una y varias a la vez, se multiplicó en diferentes vertientes.

Subrayó el presidente de la Casa Nacional de las Letras que Eugenio Montejo, además de ser distinguido con el Premio Nacional de Literatura en 1998, posteriormente obtuvo el prestigioso galardón internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo. Este evento aunado al hecho de que su obra haya sido traducida a varios idiomas y de que uno de sus poemas fuese elegido por el director mexicano Alejandro González Iñárritu, para ser citado por el protagonista de su película 21 gramos constituye para Crespo una “prueba irrefutable de su universalidad”.


“Sin duda, cualquiera de nosotros que ame la poesía tiene que sentir un gran pesar porque se ha interrumpido una voz esencial, no sólo de la literatura venezolana, sino del mundo”, agregó el intelectual.

Una vez en Caracas y siendo vecinos, Luis Alberto y Eugenio coincidían en los lugares más “inesperados pero siempre gratos”, como en los supermercados y panaderías cercanas a su sitio de residencia, lo que para Montejo revestía una gran importancia pues su papá ejerció el último de estos oficios y continuamente lo mencionaba.

Observó Crespo que precisamente uno de sus mejores ensayos titulado El taller blanco, en el que reflexiona sobre el quehacer poético está vinculado con sus recuerdos junto a su padre panadero.


Aunque según la opinión de Crespo y, en esta aseveración también lo acompaña quien fuera otro de sus entrañables amigos, Gustavo Pereira, el aspecto de la obra de Montejo que más merece la pena resaltar es el de poeta, pese a su extraordinaria faceta de ensayista. Montejo publicó: Elegos (1967), Muerte y memoria (1972), La ventana oblicua (1974), Algunas palabras (1977), Terredad (1978), El cuaderno de Blas Coll (1981), Trópico absoluto (1982), El taller blanco (1983), Alfabeto del mundo (1986), Chamario (2004) y Fábula del escriba (2006).

Tanto para Crespo como para Pereira lo mejor de su escritura estuvo al final de su vida, momento en el que logró alcanzar la “madurez literaria”. Tal vez porque pudo acumular más cantidad de recuerdos. “Eugenio Montejo fue un hombre que siempre escribió para despedirse. Es un poeta que habla de lo que se va. Es la última vez siempre de un instante. Se trata de la memoria de la nostalgia”, puntualizó el presidente de la Casa Nacional de las Letras.
Réquiem de pájaros es el título de su texto inédito, culminado poco antes de morir, y que en respeto a su última petición permanecerá así. Su viuda Aymara le reveló a Luis Alberto que poco antes de fallecer ella le preguntó por este manuscrito y que él le contestó enfático: “Ese libro no se toca”.

En lo personal, Pereira recordó a Montejo como alguien de gran ternura. Curiosamente, el segundo adjetivo después de nostálgico que el investigador Javier Meneses Linares, de la Universidad del Zulia, le concedió en un ensayo sobre su obra. Es la personalidad de Montejo la que se “filtra” a través de su poesía.


Él fue un “esclavo que perdió su cuerpo para que lo habitaran las palabras”, como reza uno de sus poemas. Aunque ya “cansado” de los vocablos expresó su deseo de escribir “con piedras, midiendo cada una de sus frases por su peso, volumen, movimiento”. De cualquier manera, tuvo claro lo perecedero pero, al mismo tiempo, importante de la existencia humana. “Dura menos un hombre que una vela pero la tierra prefiere su lumbre”, sentenció de manera fehaciente. Ciertamente, la luz de su poesía nos alumbró y continuará alumbrándonos para siempre. Paz a sus restos.





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* Colaboradora

Maribel Anaya *

POEMA ERÓTICO
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Yo tengo un sexo latente
Que hierve y gotea en las noches solitarias
Un sexo burdo y mal educado

El mío es un cuerpo acalorado
Que gime y araña Que no se cansa





Una vez al año llega de visita el amor
Pero mi sexo es tan básico que no lo reconoce
Es limitado. Es ignorante


Le confieso todo esto a mi hombre
Mientras lo veo huir asustado, como los anteriores
Entonces doy la vuelta en la cama y me masturbo lentamente
DFLKSDJLFKJSLKJDLAFSKDFKSA
______________________

* Colaboradora

De la literatura y de las carreteras

ENTREVISTA CON CARLOS ÁVILA


Las palabras de un escritor suelen ser solemnes, pero en Carlos Ávila adquieren la sencillez de las frases que valen mil imágenes

Por Mario Morenza




El día que pauté entrevistar a Carlos Ávila me lo encontré en uno de los ascensores de la Torre Norte del Centro Simón Bolívar. Íbamos a nuestras respectivas oficinas como las otras diez personas. Era lunes. Y eran las 7:50 am. “Hoy es la entrevista, ¿cierto? “¿A qué hora nos vemos?” “Al salir”, le dije. “A las 4:30 en el piso 12. Estoy cansado. Llego de Mérida”, indicó. De pronto, un bajón de luz. El ascensor se detuvo. Todo se detuvo, menos el destello rojo con la palabra FULL tiritando un poco más arriba de las puertas del ascensor. Estas se abrieron.


Escritura sin ritos
Carlos Ávila habló con una llaneza tan llena como el ascensor que abandonamos, como hablaría la versión caraqueña de un Sancho Panza que viaja en Metro.

— ¿En qué estado te inspiras para escribir?
— En el estado Mérida.* (Leer recuadro).

— ¿Si Caracas fuera una trama de relatos o una novela, y cómo la llamarías?
— La llamaría Caracas no es cuento.

— ¿Cuándo te llegan las historias?
— Cuando me descuido, cuando me abstraigo y me descubro en una.

— ¿A qué autor venezolano admiras?
— Admiro a Armando Rojas Guardia, porque ha sido a través de su poesía como he llegado a estar más cerca de lo innombrable.

— ¿Qué le aconsejas a los jóvenes que quieren abocarse en la literatura?

— Que antes se respondan si en realidad quieren asumir la vida desde un entero cuestionamiento y con la única certeza de que se está equivocado la gran mayoría de las veces.

Recuerdas cuando te dijiste por primera vez: “¿Quiero ser escritor?”
— Creo que estas cosas no han sido premeditadas; simplemente lo he provocado, he dado algunos pasos, he dejado de dar otros y las circunstancias han hecho lo suyo. Ahora estoy vinculado a la literatura pero pienso que todo esto obedece a una respuesta ante la vida misma y no, al menos en mi caso, algo esbozado con antelación.

Carlos Ávila y yo fuimos a tomar un café, y se me adelantó al cancelar la cuenta y a una de mis preguntas. Me dijo: Yo pago. Y no. No tengo rituales a la hora de escribir.
—¿Qué consejo darías a los jóvenes escritores como Ud?
—Que antes se respondan si en realidad quieren asumir la vida desde un entero cuestionamiento y con la única certeza de que se está equivocado la gran mayoría de las veces.


Caleidoscopios de Ávila

Para Jorge Luis Borges el Aleph estaba en un sótano; para Enrique Vila-Matas (Premio Rómulo Gallegos 2001), en Mérida. Para Carlos Ávila, ¿dónde se encuentra su propio Aleph y qué contiene?
— Un Aleph propio estaría en nuestra voz, y sería un nombre, sería una palabra que las contuviera a todas.

¿Qué significan para ti los sonidos de El Silencio?
— Significan el rumor propio de las ciudades: los gritos de las paredes, la respiración de los motores… El chillido de los taxis, diría Cayayo.


Carlos en movimiento
El autor acababa de llegar de Los Andes *(Leer Recuadro), dadas las circunstancias le pregunté:

— ¿Cómo (v)es la vida desde el piso 21 en las oficinas de El Perro y la Rana?
— Veo un lugar en el que todo está vivo, una ciudad en la que no viven zombies, ni espectros ni ninguno de esos artificios oscuros entre los que se mueven algunos poetas. Aunque, si te digo la verdad, mejor se ve desde el 23, donde hay fuego.

— ¿Cómo (v)es la vida en un autobús, cuando viajas?
— No sé si es porque siempre se está en movimiento, pero atravesar un camino marcado por la repetición de postes y de árboles, uno tras otro, siempre resulta introspectivo. La carretera es reflexiva, así que la mirada es hacia dentro, hacia nuestra memoria o hacia nuestra imaginación, hacia las cosas que nos duelen y hacia las que nos hacen bien, a veces hacia los nombres y los gestos de la gente que uno no puede olvidar, y casi siempre hacia lo que no podemos resolver ni responder, todo en una incesante y urgente galería de imágenes que se repiten al tiempo que afuera surge enloquecidamente el paisaje.

— ¿Cómo (v)es la vida en el metro, cuando viajas por la ciudad?
— Es activa, es vertiginosa y es atropellada, es siempre con más velocidad; y no sé si eso lo hace todo más difícil para algunos, pero a mí en particular me resulta desafiante y por eso entretenida.




RECUADRO

Fragmento del cuento “Desde el monte” del libro Mujeres recién bañadas:
Mérida un poco más allá de los caminos. Rodeada de verde, de marrón y montaña. Arriba, donde los chinos de cachetes rojos viven: los hijos de los arrieros y los frailejones, los nietos del fuego de Comala. Allá en el pico en el que vegeta la parsimonia y la templanza. Lejos del barullo ciudadano. En aquel lugar, en la propia cresta de la catedral del mundo, descansa Mérida: húmeda y quieta, fresca, como los árboles recién llovidos, como una mujer que recién sale de la ducha, con el pelo y la entrepierna mojada: oliendo a Dios; a mata.

Traducción de esta entrevista al inglés en Venepoestics:
Pincha aquí: Of Literature and Roads: An Interview with Carlos Ávila


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Carlos Ávila (Caracas, 1980) es Licenciado en Letras de la UCV. En 2004 obtuvo el Premio Nacional Universitario de Literatura, mención narrativa; y un año después consiguió una mención honorífica en la V edición del Concurso Nacional de Cuentos SACVEN. Ha publicado los libros de relatos Desde el caleidoscopio de Dios (2007) y Mujeres recién bañadas (2009), próximo a ser editado.

Ana Lucía de Bastos




EL VERDADERO

– No creo que tenga que ver con las guerras la muerte de Dios. Al contrario...-le dijo ella ya desesperada, echada en la cama con la pijama del día anterior, luego de más de 24 horas sin bañarse.

– Al contrario, al menos las últimas guerras en Occidente, desde Napoleón hasta Hitler, nacen por la idea de la supremacía del hombre, del individuo que logra mover la historia bajo la fuerza de su voluntad. Mataron a Dios y alzaron el positivismo y la ciencia y, bajo esos nombres, se han hecho las mismas cruentas guerras que se hacían por las religiones.

Él siguió escribiendo en su computadora portátil, copiando las citas con que engrosaría su trabajo. Había intentado evadir la profesión de fe que vomitó ella anteriormente, ahora buscaba refugiarse de este nuevo ataque.

– ¿No?

Resignada, se levantó de la cama, continuó con su trabajo y pensó en su padre. Aún hay gente religiosa, aún hay gente que no tiene miedo de serlo y de dudar. Hay un sentimiento de fe que tenemos dentro como la sangre.

– Hay una sentimiento de fe que tenemos dentro, P., como cargamos con la sangre y las vísceras, y lo ponemos donde queramos. Algunos en la marihuana, otros en Jesús y otros en la Bolsa-

P. se levantó del asiento, encendió un cigarro, siguió los arabescos del humo, abrió la puerta pues sabía cuánto le molestaba a ella que dejara en el cuarto ese olor. Aspiró un par de veces y estrelló la cabeza encendida contra un cenicero amarillo mostaza que había robado de algún local nocturno. Se colocó la chaqueta, cerró los libros, grabó el trabajo en un memory stick y se asomó por detrás de las cortinas. El día soleado le permitía prescindir de la bufanda. Salió por agua y por pasta de dientes, mientras ella masticaba una vez más la borra de un lápiz nuevo: cuando niña le daba vergüenza prestarles los lápices lamidos a sus compañeros, luego supo que no había remedio, en esa punta roja mataba la ansiedad que otros convertían en cenizas.




Cuando volvió de nuevo al cuarto, ella se levantó para besarlo, y acarició su rostro en señal de arrepentimiento por la densidad del sermón.

– ... yo creo, que el verdadero libre albedrío sería el habernos preguntado si queríamos tener libre albedrío- le dijo P. al abrir la puerta.

– ¿Y qué habrías pedido?

– No tenerlo.
FLGMFLKFMDGDSJKL

Mario Morenza














ESTOY AQUÍ ABAJO

Luego de mi despido me dediqué a no dormir. Luego que me separaré de mi mujer, aproveché el insomnio y la soledad, para trabajar de noche. Unas diez carreras al día me sustentaban y superaban con creces mis quince y último de mis tiempos de oficinista. Con eso me sobraba para vivir solo.

Cuando a uno lo mandan para la mierda, con esas palabras viene incorporado un boleto hacia la madurez. ¿Quién dijo que uno sólo madura en la adolescencia? La vida es una constante maduración. No todo es tan malo. Nunca nada es tan malo. La gente siempre se recupera y sigue su vida. Hasta ríe en el peor de los momentos. Y se aprende más de noche. Es como un curso intensivo. O quizá se deba a que las neuronas se contraen con el frío y la información aprendida pasa de una a otra con mayor facilidad. No lo sé. Aprendí muy poco de física cuando debí aprender. Mi fidelidad, la fidelidad que nunca traicioné, fue traicionada por la mujer a quien se la debía. La inmolación fue brutal que preferí quemaduras y llagas y desollamientos a tener que haber pasado por una guerra mundial de vilipendios familiares. El momento clave era exponerme, dejar que Delia terminara de empuñar el sartén y lanzarme el aceite hirviente y chispeante sobre el rostro. Lo de ella eran los amagues. Las amenazas. Era una bomba nuclear que acabaría con todo de una vez. Perdí la oportunidad. De la fidelidad, de esa ciencia de simetrías y equilibrios yuxtapuestos, sólo aprendí las leyes, como si, en realidad, quisiera ser un abogado de la naturaleza. O, peor aún, un Juez, con mayúscula. “Hay una Ley en el universo que nunca cambia. Es precisamente la que dice que todo cambia”, le dije a una pareja de universitarios que me pidieron una carrera desde El Tropezón, un local de comida criolla al que solía invitar a Delia cuando éramos novios o a punto de serlo. Estuvimos a punto de ser novios dos años consecutivos. Siempre Dalia estuvo renuente. Y yo siempre me mantuve en pie, en la orilla de sus dilemas hasta que el vino, por fin, en una noche de jueves, fraguó el milagro que hoy es arrepentimiento.

Ellos me dijeron que estudiaban ingeniería y que la frase les sonaba familiar. Ellos me replicaron con otra que aireó el interior de mi Chevette con un aliento a cerveza, pollo frito y yuca con guasacaca. Pensé que la física estaba muy ligada a la post degustación gastronómico-criolla.

A toda acción se opone una reacción igual y de sentido opuesto, dijo al mismo tiempo la pareja. Luego se rieron entre ellos de la forma en que se comparte un secreto pícaro, una travesura perpetrada o futura. Yo giré el volante hacia la derecha, rumbo a Las Acacias, a dejar a la joven. Y también giré hacia el pasado. Cuando uno decide cambiar el rumbo de sus pensamientos de esa manera, cruza una compuerta que provoca vómitos, no por el vértigo de la velocidad con que ocurren a veces las desgracias, sino por asco a recordar con nostalgia hechos que debieron irse a la mierda como fui yo echado. Dejé a la chica en una de esas calles de Las Acacias con nombre de países centroamericanos.

La despedida fue larga. Al menos para mí, que seguía en una estación, inmóvil e involuntaria, de mi pasado. Vi como el joven le agarraba fuerte el vestido, luego sus manos se abrieron suaves y se posaron con ternura salvaje en las caderas de su chica, ésta se contorneó y se arrimó más a él, balanceándose. Traté de mirar a otro lado pero seguí viéndolos con el rabillo del ojo. Ellos se exhibían, a menudo, pensé, ante los taxistas, así que volví a mirar y él le metía una mano por debajo del vestido, como una protuberancia movible tras la tela, por el territorio de sus nalgas, ya de por sí, protuberantes. Ella se echó a un lado, le dio una suave cachetada, riéndose, un ¡ya!, deja, hoy no te toca! y se perdió en el vestíbulo del edificio. Siempre las despedidas de las que uno es testigo son inexplicablemente largas. Le dije al muchacho que se pasara al puesto de copiloto. El joven vive en la Av. Fuerzas Armadas, muy cerca de los bomberos metropolitanos.














El joven me confesó que desde los diez años, nunca ha podido dormir seguido y que intercambiaba barajitas de peloteros con su amigo, el comandante Delio Martínez. Cruzaba la calle y ahí estaba él, Delio Martínez, coleccionando barajitas y vidas rescatadas. Las sirenas de los artefactos bomberiles lo despiertan constantemente. Está reuniendo para mudarse a una habitación por Bello Monte. Muy cerca de la universidad y lejos de las sirenas. Muy cerca de Loren, su novia. Le pregunté que si pensaba casarse con ella. Él me respondió con algo que de seguro había sacado de un decálogo hippie: A nosotros no nos hace falta firmar un documento para validar nuestro amor.

Si minutos antes habían, entre los dos, empañado los vidrios con su duplicado aliento a menú de El Tropezón, ahora el joven empalagaba de cursilería los asientos de cuero, el techo que apenas sostengo con chinches, el alfombrado de mi Chevette. Preferí tocar otro tema o no tocar ninguno. Giré el volante y el rumbo de la conversación. Contesté: Me parece bien. Sin firmar nada. Así no te joden cuando te divorcies.

Creo que no le gustó esto último que dije. El joven ni siquiera volvió el rostro para verme de perfil, conduciendo, cuando quería decir algo, verme con el rabillo de su ojo izquierdo, el que más cerca recibió la inofensiva cachetada de Loren. Yo sabía dónde él vivía exactamente, así que se podía ahorrar otro dictamen hippie sobre el tiempo y el espacio y de Hawkins y otros locos afirmando con ecuaciones llenas de absoluto sadismo que estos fenómenos no existen. Cuando se bajó, vi con total sarcasmo, la portada del disco Dark side of the moon estampada en el revés de su franela. Es que también escuchan lo que escuchábamos Delia y yo, sólo que el recuerdo de esas sonatas de rock sinfónico estaban tan desteñidas como el estampado.

Por otro momento de ataque nostálgico, me hice de la idea que yo mismo me había dado una carrera en mi pasado. Que había viajado a él para verme, desde la perspectiva más objetiva que puede existir: la de un taxista en plena noche. Pude verme cómo actuaba y me dejaba enredar. Colocaba un espejo retrovisor que me dejaba ver la senda de mis diálogos perdidos. En aquel tiempo, recuerdo, cuando tenía la edad del muchacho, despreciaba a los taxistas con un ahínco inenarrable. Llegué, incluso, a insultar a unos cuantos. Siempre les regateaba. Este chico, por ejemplo, estaba tan ebrio que se le olvidó pagar. Y yo, tan obnubilado, que olvidé recordárselo. De todas maneras, ya me lo encontraré de nuevo en mi espejo retrovisor relamiéndole el cabello y la nuca a su Delia. Encendí la radio. Y estalló en el ambiente la pálida voz de Ricardo Arjona, con su cancioncita sobre el taxista que le granjeó muchas ventas y ser persona no grata en los taxis de Latinoamérica. Cambié de emisora. Como manejaba no acerté a dejar el dial en una frecuencia decente y lo que hice fue sintonizar la reverberación, la estática, el vacío, ese sonido agrietado que divide una emisora de otra.

Giré. Di una vuelta en U inconcebible de día en esa arteria vial. Regresé a El Tropezón a buscar más jóvenes ingenuos e incapaces de saber hacia el infierno que se dirigen. Yo no puedo hacer nada. Cada acción tiene su reacción. Aceleré. Me comí dos semáforos en rojo. Tenía la certeza que mis próximos clientes se devoraban sus cenas a deshoras que más bien eran desayunos. En menos de tres minutos estaba en el lugar que inicié mi última carrera. Vi las luces de neón encendidas. Una pequeña Andrómeda que en su interior se llevaban a cabo miles de tropezones anuales. Una madriguera de futuros desaciertos. Me provocó incendiar el local. Como hizo la esposa del hermano del B-4, el fuego ardería en esa industria de relaciones destinadas al fracaso, y se purificaría el karma impagable que tienen esas mesas.

Vi la caja de luz de El Tropezón ornamentado con Reinas Pepeadas, Pelúas, Catiras que parecían ovnis orgánicos. También detuve mi mirada –y mi aliento– en una puertecita que está ubicada a la izquierda del local y es el vestíbulo del edificio de cuatro pisos que se levanta en El Tropezón. De la puertecita, en los últimos tiempos, he visto salir y entrar a muchachitas. El decorado del edificio es minimalista. Sus ventanas, y lo que se puede ver dentro de ellas, recuerdan a dormitorios apenas habitados. Pensé que se trataba de una casa de citas bien disimulada. Las niñas entraban y salían como si dentro se estuviera gestando un casting para alguna serie insustancialmente juvenil de Venevisión. Obvio que es una residencia estudiantil. Pero en esta ciudad, hablar y pensar mal es un deporte olímpico. Además de las arepas que parecían monstruos subacuáticos, en la caja de luz había una serie de palabras que rellenaron mis sospechas acerca del centro de prostitución: Mondongo, Cachapas, Sándwich, Batidos, El Tropezón. Lo subliminal.

Allí venían dos parejitas.

Cuarenta mil bolívares. Diez mil por cabeza. Uno de ellos resultó ser de Coche. Lo llevaría de último. Yo le dije que vivía en Bloque 4, frente al módulo. Él me dijo que lo dejara en Las Residencias Venezuela. Cuando estaba a punto de bajarse y decir el implacable “aquí”, me preguntó: Oiga, ¿usted conoce por casualidad a Toñito? Sí, le contesté. Claro que le conozco.

Toñito es la persona que más odio de Bloque 4. Toñito es un imbécil. Toñito posiblemente es homosexual: si habla raro, camina raro y mira raro, pues, sin duda alguna, es raro. Toñito es drogadicto. Toñito contamina el vecindario con su monstruosa música Heavy Metal. Toñito, qué nombre tan ridículo para alguien que debería si no estar preso, aislado de la sociedad decente.

Claro que le conozco, Toñito vive en mi misma entrada, le dije. ¿En la D?, dijo el muchacho. No, en la C, le dije yo. En la C de casa, dijo el joven. En la C de carencias, concluí.

Entonces, lléveme para allá, si no es molestia, dijo el joven. Está bien, le dije. No problema.

Estacioné el carro. Ambos bajamos y fuimos directo a la Letra C. El joven llamó desde su celular al afamado Toñito, y éste, casi simultáneamente contestó. Mira, sucio, estoy aquí abajo, subo con un vecino tuyo. Ábreme.

A pesar de mi odio a Toñito, entre él y yo hay muchas cosas en común. Ambos trabajamos de noche, por nombrar una. El joven y yo subimos hasta el primer piso juntos. Me pagó el total de las carreras y siguió hacia el piso de arriba, donde Toñito lo esperaba con los brazos abiertos.

– Buenas noches –dije.
jdsjaflskdjflkjasdkjlkjsfdlk

Alberto Bueno Rangel

TÍO FEDE
DSLJFLKSJDLFJSJFLKDKJ

jdfjdfhjdfhjhdkjhfdkjhfjdhkjfd
Mi tío Fede iba entre árboles
cuando se lo tragó la noche

tenía el estómago
esmaltado en aguardiente

y una canción le animaba
el paso

la familia lo buscaba
incesante

oí de su pérdida
sentado en un pequeño muro

absorto
vi sus grandes dientes –como un celaje–

en mi memoria
donde quizás estaba perdido
SDADHSADSHAKDHSKJHSHJH

Ana García Julio*

LOS AMOS DEL REBOTE




Chico Nuevos Mundos, con un pie en el espacio y otro acá, atorado en su escafandra de sonido estéreo, donde los samplers libran una cruenta sinfonía con un bajo abismal. Reverencia las películas de Scott, Lucas, Kubrick, Spielberg y —gusto culpable— el show de Mr. Bean. Lee con devoción a Asimov, a Bradbury, a Dick (pero no a Dickens), a Sagan (Carl, no Françoise), a Sterling, a Clarke, a Lem, a Gibson, a Banks y Playboy. Le interesan la ciencia y la poesía, la historia y el humor, el mecanismo de relojería de este mundo y los otros. Competencias terrestres como el Miss Universo le parecen ridículas e injustas, puesto que conceden títulos arbitrariamente, sin darle participación real a todas las candidatas de la galaxia.


Chico Electricidad, que se alimenta de cereales fosforescentes y comería velcro si pudiera. «La sensación de esos ganchillos adhiriéndose a mis intestinos debe ser lo máximo», suele declarar. Rara vez se baña y jamás se peina, para no cargarse con la energía negativa almacenada en las cerdas del cepillo. Ama la tecnología —a la que llama «su bella bestia de metal y circuitos electrónicos»— y el planetario es su templo dominical. En su cabeza bullen ideas que por ahora son irrealizables, pero que serán realidades seguras dentro de dos o tres décadas.



Chico Asterisco, siempre metido en sus zapatos aerodinámicos, que reacomodan sus pisadas de acuerdo con la intensidad de su ritmo cardíaco. Tiene un pero para todo y su fruta favorita es la pera. Como los guisantes —que también le gustan— se va fácilmente por los imbornales, a bordo de sus efímeras meditaciones ultrasónicas. Su mayor sueño es implotar en una mota de polvo e iniciar una expedición submarina, partiendo desde el desagüe de su bañera hasta llegar al océano, con el objetivo de hallar la Atlántida y convertirla en un casino para menores de edad. Es un jugador empedernido.

Chico Ovillo, encargado de mover los hilos que no vemos, de enredar los casos más simples y desenredar los misterios. Su área de estudio es sumamente amplia: hologramas, fractales, cenestesia, futuribles, estereoscopias, nanotecnología, clonación, presurización aeronáutica, mutaciones, Triángulo de las Bermudas, daltonismo, sondas espaciales, enemas, topología, videoarte, cuásares y supernovas, robots, transgénicos, papas fritas y beats digitales. Su mirada infrarroja rara vez se equivoca.

Ellos son la nueva tribu de tribus, intransigente, irónica, reposada y vanguardista. Internet es su reino ilocalizable, la dirección que ponen en sus tarjetas, su ahí, ¿dónde?, en alguna parte. Cuando uno de ellos dice: «Tengo una idea», ¡sálvese quien pueda! Porque son menos inofensivos de lo que parecen.

Lúdicos hasta la médula, se entretienen arrojando al techo pelotitas mojadas de papel higiénico, lanzándose en benji desde lo alto de un viaducto, disparándose como bañas de cañón humanas, escupiendo hacia arriba, jugando pinball, o cualquier otra cosa que desafíe la gravedad. El pinball, en particular, los vuelve locos.



— Si la felicidad es una pistola tibia, como dijo Lennon, el pinball es una papa caliente— argumenta el Chico Electricidad con gran conocimiento de la materia—. Óigase bien: una papa caliente, mas no una papa pelada. Al igual que el pinball, la felicidad no es un asunto fácil... Cuando es fácil, es aburrido, ¿no creen?

— Dixi— asienten los otros, totalmente de acuerdo con su compañero.

— Esto debería ser un deporte olímpico— agrega el Chico Asterisco.

— Dixi, dixi— corroboran los otros, sonrientes.

Su propósito es hacer del rebote un arte, que la gente delire por su destreza.

— Como lo hacemos tan bien, deberían pagarnos por jugar— comenta el Chico Nuevos Mundos, envanecido—. Pero ni nos pagaran, quizá sería aburrido.

— O nos haríamos ricos— razona el Chico Ovillo.

Los ojos del Chico Asterisco se convierten en estrellas cuando oye hablar de dinero. Se supone que está curado de su compulsión por el juego y la plata, pero no puede evitar que sus sentidos se pongan alerta ante la pronunciación de esos vocablos.

— ¡Ni pensarlo!— corta el chico Electricidad—. A la larga, la plata se convierte en un lastre... Por eso no tenemos fines de lucro.

La tribu es fiel a su afición: sus padres les han ofrecido dólares, estudios, joyas, viajes, etc, pero ellos lo han desdeñado todo, porque el juego está en sus naturalezas.

— Nuestra más preciada joya es la bolita del pinball, que es un fetiche polimórfico— explica el Chico Ovillo, parodiando a Doña Cornelia Graco miles de años después—. Como las mesas de juego son temáticas, la bolita puede ser, según la ocasión una nave espacial, un carro de bomberos, un erizo, un cometa, una bala de cañón, una mujer, etc.



—Nada como eso, que es todo en potencia— concluye el Chico Asterisco.

—Dixi, dixi— asienten los otros, invariablemente conformes.

No hay que dudar que son personas especiales. Son la parte saludable de las estadísticas, los que salen indemnes de todo (enfermedades, accidentes, robos) y viven existencias refrigeradas. A veces tienen que pellizcarse para sentir que están ahí, porque todo les parece demasiado cool. Viven fundidos con su entorno, en permanente inmanencia. De allí el interés del Chico Ovillo por el fenómeno de la cenestesia.

—Matamos el tiempo— declara el Chico Nuevos Mundos abriendo su boca de caracol en un bostezo—, pero el tiempo tiene mil vidas, así que...

—Dixi— afirman los otros, resignados a vivir con el enemigo.

Esta obsesión por el tiempo los hace descuidar otras cosas igualmente importantes, por ejemplo, el espacio. Quizá sólo lo toman en cuenta cuando las cosas se ponen chiclosas, se encogen y se retuercen un poco. Incluso puede que sientan que «alguien les toca el hombro». Pero una vez que voltean, no hay nadie allí. Entonces necesitan una explicación objetiva.

—Quizá fue una alucinación colectiva, pero...— empieza el Chico Asterisco.

—Cierta vez estábamos viendo una película en una habitación horrenda, empapelada de beige con amebas azules— cuenta el Chico Nuevos Mundos con aire de suspenso—. Ya sabes, de esas que nunca se te olvidan, porque son el no va más del mal gusto... Y de pronto, la protagonista del film entró a una habitación como la nuestra, donde había unas personas muy parecidas a nosotros viendo una película.

—O algo así— agrega el Chico Ovillo, traumatizado.

—Al salir, fuimos los únicos en aceptar que no habíamos entendido nada, pero la situación nos sacó una sonrisa— remata el Chico Electricidad, fumando entre un preocupante olor a cable quemado.

Esta gente sólo se mueve pasadas las once, pasadas las doce. Han crecido en cuartos vacíos, con ropas prestadas —a juzgar por las tallas—, en autos de alquiler. Pero hay una tibieza, hay pulso aquí. Hay estilo, hay cotufas y cosquillas. Son los amos del rebote, postergados por la camaleónica, acomodaticia y siempre verde modernidad, que se empeña en no darle la razón a sus visiones. Constituyen una hermandad hermética de desvelados, de afortunados, de creyentes. Y no tienen vergüenza, porque piensan que los estallidos de alegría genuina no conocen las normas de urbanidad. Están convencidos de que la verdad es relativa porque significa lo que cada uno desee.

No saben mucho del mundo formal, no quieren saber para no contaminarse. Sólo han aprendido lo esencial para no perderse al salir a la calle, en esta ciudad infernal del planeta Tierra. Tampoco están preparados para hacer trabajos rudos, pero son admirables ergotistas, cirujanos de artefactos sofisticados y clavadistas en dimensiones insospechadas.

—Somos buenos, pero para nada en concreto— admite el Chico Ovillo.

Así que si tiene la suerte de cruzarse con ellos, haga como todos: rebótelos y fíjese con cuánta destreza acumulan puntos, cada vez que se estrellan contra las insólitas dianas premiadas que esconde la aburrida cotidianidad.


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* Colaboradora. Con su libro Cancelado por Lluvia, Ana García Julio ganó el III Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores.

Yoel Villa

CANCIÓN DE AMOR



La casa está llena de sangre
Desalmadas fieras torturaron sus cimientos

La muerte viene soplando podredumbre
La locura sigue siendo un gesto de amor




¿Cuándo amanecerán felices y sanos nuestros pies deformes?
¿Estamos condenados al martirio del Dios-Humano, al gran esbirro?

Hasta los últimos días de mayo, o noviembre, llorarás de fiebre, samaritano.
Yo no soy como tú, por eso te digo: sí tienes un don para la vida,
canta con voz luminosa tu canción de amor,
canta bajo el macizo plenilunio la canción de amor a los corderos y bienaventurados.

No te duelas por los condenados, por el monstruo-humano:
en sus ojos la vida se vuelve sangre de ríos australes.

Tú llegaste a ras de suelo hecho una larva coja de pies de asno, samaritano, e hiciste el bien.
No te sientas así: sé humano solamente
entre viejos códigos, entre fuegos de hidromiel y azahar.



Quien no tiene alma escupirá sobre tu tumba en silencio.
Sólo los días de ayuno deben ser preciosos para ti.
Tu amor y tu ternura son cantos a la tierra: no des tu aliento a los falsos creyentes,
a los mercaderes de mal nacer.

Amén, samaritano.

Tus palabras aquí las recibo, las clavo en mí con el peso del mundo.
Te dejo en la casa e’ teja. Sin arcoiris. Lloviendo palos.



No importa esto, tu rostro mañana arderá entre millones de estrellas.
Te soñaré implacable. Te amaré siempre
pelearé contigo en los campos de batalla contra todos los dioses.

Venceré, hasta después de vencido.
Sacrificaré el miedo, para vencer.




La noche habrá de caer maciza a mis espaldas. Dormiré junto a ti,
entre palabras y dagas de muerte.
DSMGKMFLKGLASDKGF
ASLFDJGLKJDAFGFJGGJ

María Dayana Fraile



POSTAL

No recuerdo cuantas veces se ha repetido esta misma escena. Ana está enrollada desde al cuello hasta los pies en su manta de cuadros, además de su cabeza, sólo puedo ver un poco de su mano entre la tela, un destello incandescente en donde debería ir el cigarro, la ceniza temblorosa, siempre a punto de caer en cualquier lugar, menos en el cenicero, Beth Gibons destrozando sus cuerdas vocales al fondo, “Nobody loves me” en vivo, “Over” o “Glory box” en Sao Paulo.

Yo siempre estoy sentada en la colchoneta extendida en el piso, lateral a la cama, a veces a la derecha, a veces a la izquierda. A veces la habitación es más pequeña o es más grande, la ventana cambia de posición, hay menos cosas o más cosas, porque las cosas allí son esenciales, las montañas de discos, las rocas de cuarzo, los osos de peluche, las revistas de música, los libros, siempre el bambú enano que reposa en un recipiente de vidrio lleno de algo que parece gelatina de colores, las pinzas para el cabello, los blisters de las pastillas desperdigados por el suelo y Ana subiendo o bajando el volumen de la música, de manera arbitraria, como si le desconcertara el hecho de tener una mano libre y no estar haciendo absolutamente nada con ella.

Yo enciendo y apago un cigarrillo, el mismo cigarrillo, varias veces, pienso que quiero fumar y lo enciendo, pienso que no quiero fumar más y lo apago, -¿sabes? estoy cansada de estar sola-, Ana siempre parece querer agregar algo más, pero nunca lo hace, se entretiene con los discos, quiere hacer una pausa lo bastante larga para que las palabras que ha pronunciado, hace apenas unos segundos, se distancien lo necesario de las que vendrán a continuación. Intenta hacer algo de tiempo. Pone un disco y lo quita, pone otro y lo quita, y ahora deja una canción de Fiona Apple, casi siempre la que dice, Sometimes I feel like a criminal.




No le contesto nada a Ana cuando me dice eso, sólo la escucho y sometimes I feel like a criminal, laralaralá… enciendo otro cigarrillo, hojeo otra revista, y finalmente termino por fabular alguna historia acerca de un encontronazo inesperado con algún ex novio, porque sé que esa clase de historias le fascinan, me mira desde la cama, y pide detalles acerca de cada una de las actitudes del tipo, acerca de las mías, ¿en serio?... ¿y que hiciste tú?, pregunta si llego a hacer alguna pausa en el relato, mientras busca la hora en el reloj sobre la mesita, alarga el brazo y se lleva otro lexotanil a la boca.

Es siempre la misma escena, las mismas canciones, el mismo edredón, el mismo bambú enterrado en la gelatina. Creo que hay personas que se quedan en nosotros como una imagen fragmentada, una foto de postal, un disco rayado en el que rueda indefinidamente la misma aguja. Para mí, Ana es una de esas personas. Por eso cuando salgo a caminar por las tardes sin la idea fija de un destino, a veces termino en la puerta de Ana, en cualquiera de sus direcciones sujetas a cambios constantes. Cuando entro a su habitación, me siento como un náufrago que ha atravesado a nado el mar Caribe y finalmente ha alcanzado la costa.

Aunque hayan pasado 6 meses desde mi última visita, cuando entro a su habitación siento que nunca salí de ella, todo permanece idéntico a como lo recuerdo, incluso la expresión somnolienta en el rostro de Ana, enmarcada en el vacío de la puerta que se abre.

Se siente bien visitarla, se siente bien sentarse en la colchoneta que saca de debajo de la cama cuando llego, cocinar algo rapidito, servir en un plato tiras de pollo salteado, con dados de pera a un lado, haciendo las veces de una ensalada extraña, que sólo Ana y yo comprendemos. Le invento historias, le llevo noticias de una realidad en la que yo tampoco habito. Creo que, en el fondo, nuestra amistad tiene mucho de eso.


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